sábado, 13 de septiembre de 2014

LA PLANCHA Y LA EPIFANÍA

Laura Sierra Medina 
 
Sin premeditación alguna, me he dado cuenta que las epifanías suelen pillarme en medio de operaciones intrascendentes.
Tampoco sé exactamente si esas ideas que de repente pasan a formar parte de mi genoma y le dan a la realidad visibilidad más clara, son epifanías. Quizá lo que pasa es que me gusta bastante la palabra.
La última (¿la última de verdad o esto te viene bien para el escrito?)… una de ellas me pilló planchando.
Tampoco es que lleve la cuenta de las ideas lúcidas que me asaltan, ni mucho menos; ni que las tenga clasificadas por temas, que va. Sólo que me pregunto si realmente irán haciendo poso en mi conciencia o donde quiera que vayan las epifanías… ¿terminan a la larga por ir impregnando mis actos?… qué se yo.
Como no sé a ciencia cierta cual es el mecanismo de actuación de las epifanías, sigo con la que estaba.
Aquella tarde, como decía, me pilló planchando; seguramente con la radio puesta; seguramente en viernes, que es una de las dos tardes libres que tengo a la semana laboral; seguramente con la Cadena Ser, porque en esa franja horaria no me gustan mucho los programas de Radio 3; seguramente un poco cabreada porque no entiendo por qué a Carlos Boyero se le trata como a un semidios… Y en esto que me da por fijarme en la mano que coge la plancha y, como si tuviera ojos con mirada microscópica, soy capaz de acceder a la conciencia de las células de mi mano y descifrar su lenguaje. Para mi suerte, hablan castellano.
Sacudo un poco la cabeza y cambia la escala. De nuevo sólo veo mi mano, pero mi mano también tiene su propia conciencia, que además y gracias a Dios, también entiendo.
Escucho a mi mano que, en su conciencia, no entiende cuál es el sentido de su vida. Atónita, la siento perdida, preguntándose qué es lo que hace aquí. Me conmueve su tristeza pero como no sé cómo comunicarme con ella, no le puedo decir que forma parte de MÍ que, de hecho, es YO y que ahora está planchando. Que YO sé cuál es el “sentido de su vida”: servirme, aunque suene feo. Hacer lo que yo ordeno sin palabras, pero es que… para eso está aquí: es mano, no podría hacer otra cosa más que ser mano. Si se empeñara, cabezota, en ser pecho, aparte de no tener la verdadera capacidad de dar leche en caso hipotético, seríamos (sería yo, que cargaría con las consecuencias de su capricho) una aberración, un fenómeno, un ser enfermo y anómalo.
Por suerte, y aunque no haya podido comunicarme con mi mano, he podido terminar de planchar los pantalones de yoga. Mi rostro no refleja emoción alguna: esto es sólo cosa mía y de mis multidimensiones. Mía y de mis innumerables “yos”.
Impertérrita, y ajenos mis actos al angustioso debate interno, abordo una falda. Mi conmocionada mano se ayuda de su gemela para alisar la tela sobre la mesa y, resignada, vuelve a empuñar la plancha. Mi campo visual, por su parte, se bifurca permitiéndome acceder a los entresijos de esta mano misteriosa y así, de nuevo, vuelvo a habitar la dimensión donde sus células, que son las mías, hablan. En ese ¿lugar?, asisto perpleja a dantesco espectáculo de desasosiego pues, a su vez, les ha poseído un extraño sentimiento de individualidad, de nacionalismo de mí (que es de sí) y así las hallo, al igual que la mano a la que dan soporte, descontentas con su quehacer. Enfurruñadas. Lamentándose de su, para ellas, desconocido destino. Anhelando otro diferente para sí.
Me extraño mucho. De nuevo trato de decirles que lo que están haciendo, lo están haciendo bien: que su trabajo es conformar una mano y eso es lo que hacen. Que si quisieran ser otra cosa, mutarían y las consecuencias probablemente serían,… serían…complicadas. ¡No se puede ser célula de pulmón si estás en la mano, chiquilla!.
Mis advertencias topan con las barreras dimensionales que nos separan a mis células y a mí y por más que grito (internamente, entiéndase) mis sonidos internos deben ser a ellas, como los silbatos de los perros al oído humano.
Abandono, pues, el ejercicio mental y vuelvo a mi habitación. La falda, por suerte, ya está planchada. Menos mal, insisto en vanagloriarme, que mis actos se vuelven autómatas en estos momentos de enajenación mental.
Mientras desdoblo la camiseta a la que ahora le toca el turno de adecentarse, me embarga cierta compasión por mi mano y por mis desquiciadas células. Y es que ellas carecen de mi privilegiada perspectiva.
Si por un segundo vinieran conmigo a planchar, mis manos y mis células comprobarían que están donde deben. Mi mano se calmaría y aceptaría su sino de servidumbre y, seguramente, habiendo comprendido, encontraría la calma necesaria para ser feliz con esa labor que le ha tocado. Y que le corresponde.
Lo mismo ocurriría con mis células, me digo: si durante un instante se posaran un poquito por encima de la mano que conforman, un microscopio descarado que se atreviera a cotillear a su altura solo hallaría armonía. Y aceptación, imagino.
Ya voy terminando, por mi parte, mi labor doméstica. Abro el armario y coloco en su sitio estas pocas prendas que en su día escaparon del apresurado alisado a mano. Y entrenada como estoy en aplicarme todo lo que me pasa por la cabeza, no me cuesta mucho llevar las conclusiones a mi misma, en este juego de escalas que, confieso, me obsesiona a menudo.
Dos conclusiones, de hecho.
La primera, para los momentos de desamparo vital, cuando me embargue el archifamoso: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?. Me diría, me digo: tranquila, pequeña célula, limítate a hacer lo que te corresponde hacer (que esto da para mil y un post) porque no tienes acceso al verdadero sentido de tus actos.

La segunda me explica el que haya hechos en los que siento que estoy haciendo algo que no me corresponde. Como si estuviera forzando algo. En resumidas cuentas, que pretendo ser pulmón cuando en realidad soy mano. Es en esos casos, lo tengo claro, cuando la vida, tranquilamente, me niega aquello en lo que me empeño y yo, en vez de lamentarme de mi suerte la próxima vez que esto suceda, giraré sobre mí misma cual brújula hasta dar con mi norte. Norte que probablemente se encuentre al final de mi brazo, donde está mi sitio. Y hallaré sosiego, por fin, siendo lo que soy: una hermosa mano.

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