Por Inspiración Femenina Tian
Durante milenios los varones han hecho la guerra... y las mujeres la hemos sufrido. Hemos perdido a los esposos, a los hijos, a los padres; hemos sido asesinadas, hemos sido violadas; hemos sido desposeídas de nuestras casas y cosas...
Si fuera la mujer la encargada de resolver asuntos de estado, probablemente tomaría otras vías que no incluyeran la violencia y la guerra, puesto que en nuestra esencia no está el destruir sino el gestar. Gestar, no solamente hijos sino, en general, ¡ir a favor de la vida!
Probablemente -y ésta ha sido nuestra opinión y sugerencia-, la mujer tomaría la vía del consenso. Para ello, evidentemente, no se pueden imponer opiniones; se tiene que estar dispuesto a admitir que el punto de vista del otro también puede ser aceptable y que el acuerdo es posible; se tiene que estar dispuesto a conversar y conversar hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes; por supuesto, ambas partes tienen que estar dispuestas a renunciar a sus pretensiones y a entrar en un sentido común, o en una dirección común...
No pensamos que el consenso sea algo facil en nuestra sociedad actual, pero la dificultad -que no imposibilidad- no debe ser motivo para no hacerlo.
Podríamos comenzar a practicar el consenso en nuestra vida diaria, en nuestras pequeñas guerras cotidianas. Cada partícula de cambio que hagamos las mujeres, va a tener una repercusión en la totalidad, aunque nunca seamos conocedoras de el alcance que ha tenido.
Nos ha llamado la atención este artículo, aparecido hoy en 'El País', curiosamente escrito por un varón, pero que relata muy bien las diferencias de género en cuanto a violencia.
Durante milenios los varones han hecho la guerra... y las mujeres la hemos sufrido. Hemos perdido a los esposos, a los hijos, a los padres; hemos sido asesinadas, hemos sido violadas; hemos sido desposeídas de nuestras casas y cosas...
Si fuera la mujer la encargada de resolver asuntos de estado, probablemente tomaría otras vías que no incluyeran la violencia y la guerra, puesto que en nuestra esencia no está el destruir sino el gestar. Gestar, no solamente hijos sino, en general, ¡ir a favor de la vida!
Probablemente -y ésta ha sido nuestra opinión y sugerencia-, la mujer tomaría la vía del consenso. Para ello, evidentemente, no se pueden imponer opiniones; se tiene que estar dispuesto a admitir que el punto de vista del otro también puede ser aceptable y que el acuerdo es posible; se tiene que estar dispuesto a conversar y conversar hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes; por supuesto, ambas partes tienen que estar dispuestas a renunciar a sus pretensiones y a entrar en un sentido común, o en una dirección común...
No pensamos que el consenso sea algo facil en nuestra sociedad actual, pero la dificultad -que no imposibilidad- no debe ser motivo para no hacerlo.
Podríamos comenzar a practicar el consenso en nuestra vida diaria, en nuestras pequeñas guerras cotidianas. Cada partícula de cambio que hagamos las mujeres, va a tener una repercusión en la totalidad, aunque nunca seamos conocedoras de el alcance que ha tenido.
Nos ha llamado la atención este artículo, aparecido hoy en 'El País', curiosamente escrito por un varón, pero que relata muy bien las diferencias de género en cuanto a violencia.
El varón, arma de destrucción masiva
La violencia y las guerras han estado dominadas siempre por un sesgo de género
El 70% de las mujeres sufre algún tipo de agresión durante su vida
Una de las noticias más esperanzadoras del año 2014 es la apertura de negociaciones con el régimen iraní en torno a su programa nuclear. Con razón, a la comunidad internacional le preocupa la proliferación de estas armas, de ahí que, de forma excepcional, al otro lado de la mesa nos encontremos actuando unidos a EE UU, Rusia, China y la Unión Europea. Pero pese a la increíble capacidad de destrucción de estas armas, hay quienes sostienen que no tienen tanto de excepcional; son, dicen, nada más que muchas toneladas de explosivos juntas. Algo de razón no les falta: el genocidio más importante de la historia, el cometido contra el pueblo judío, no requirió de armas nucleares, como tampoco fueron necesarios más que unas decenas de miles de machetes de fabricación china para terminar con los 800.000 tutsis que fallecieron en el genocidio ruandés. Las aproximadamente 135.000 víctimas deHiroshima desafían nuestra comprensión, pero también lo hacen los casi 300.000 muertos en la batalla por Verdún. La cruda realidad es que, desde la noche de los tiempos, el ser humano ha mostrado una increíble capacidad de matar, y de hacerlo en masa y sostenidamente, y para ello se ha servido de cualquier cosa a su alcance: un machete, un AK-47, explosivos convencionales o bombas atómicas.
Un momento: “¿el ser humano?”. No exactamente. La práctica totalidad de todas estas muertes tienen en común un hecho tan relevante como invisible en el debate público: que fueron varones los que los cometieron. La historia militar no deja lugar a ninguna duda: los ejércitos han estado formados por varones, que han sido los ejecutores casi en exclusiva de este tipo de violencia, y sus principales víctimas. Cierto que guerrillas y grupos terroristas han incluido históricamente mujeres, a veces muy sanguinarias (en España, por desgracia, conocemos el fenómeno), pero la violencia bélica en manos de las mujeres ha sido una gota en un océano. El resultado, no por conocido, es menos trágico: solo en el siglo XX, las víctimas de estos conflictos desencadenados y ejecutados por varones se cobraron la vida de entre 136 y 148 millones de personas.
Se dirá que las guerras son cosas del pasado, típicas de sociedades predemocráticas. Pero ¿cómo explicar entonces el sesgo de género que domina la violencia en nuestras sociedades? No hablamos de sociedades atávicas, sino de sociedades occidentales, democracias plenas donde, como en Estados Unidos, las estadísticas nos indican que el 90% de todos los homicidios cometidos entre 1980 y 2005 lo fueron por varones, mientras que solo el 10% por mujeres. De todos esos homicidios, algo más de dos tercios (68%) fueron cometidos por varones contra varones, mientras que en uno de cada cinco (21%) un varón mató a mujer. Aunque sí que hubo mujeres que mataron a hombres, solo representaron el 10% de todos los homicidios, mientras que, significativamente, el porcentaje de mujeres que mataron a mujeres fue ridículo (2,2%). Así pues, las mujeres no matan mujeres, solo varones y, en gran proporción, en defensa propia. Claro que EE UU es una sociedad más violenta que otras, pero los datos de España, Reino Unido u otros países de nuestro entorno no son muy distintos: reveladoramente, la población penitenciaria española está compuesta en un 90% por hombres y en un 10% por mujeres. Al igual que la guerra, el homicidio y, en general, el crimen parecen ser fenómenos casi puramente masculinos.
Los efectos de una cultura patriarcal dominada por varones son tan demoledores que pareciera que en el mundo se libra una guerra (invisible, pero guerra) de varones contra mujeres. Según Naciones Unidas, el 70% de las mujeres han experimentado alguna forma de violencia a lo largo de su vida, una de cada cinco de tipo sexual. Increíblemente, las mujeres entre 15 y 44 años tienen más probabilidad de ser atacadas por su pareja o asaltadas sexualmente que de sufrir cáncer o tener un accidente de tráfico. En España y otros países de nuestro entorno, casi la mitad de las mujeres víctimas de homicidios lo fueron a manos de sus parejas, frente a un 7% de hombres, lo que significa que la probabilidad que tiene una mujer de morir a manos de su pareja es seis veces superior a la de un hombre.
La violencia sexual contra las mujeres es omnipresente y constituye uno de los capítulos más vergonzosos, y más silenciados, de la historia de los conflictos bélicos. Ello pese a la evidencia de que esa violencia no solo ha sido consentida sino alentada como arma de guerra. Según Keith Lowe, autor del libro Continente salvaje, la Segunda Guerra Mundial batió todos los récords de violencia sexual, especialmente contra las mujeres alemanas a medida que el ejército soviético se adentraba en Alemania (se calcula que dos millones fueron violadas como consecuencia de una política de venganza sexual deliberada). Hoy en día, la ONU estima en 200.000 las violaciones ocurridas en la República del Congo, una cifra similar a la ofrecida para Ruanda. Lejos de África, en el corazón de la Europa educada, la violación también fue un arma de guerra interétnica en el conflicto de la antigua Yugoslavia, donde se estima que entre 20.000 y 50.000 mujeres fueron violadas. A lo que se añade una larga lista de crímenes que solo las diferencias de género pueden explicar y que incluye el aborto selectivo de niñas, los crímenes de honor, el tráfico de mujeres con fines de explotación sexual o la mutilación sexual, que afecta a 130 millones de mujeres. No hace falta adentrarse en las sutilezas de la discriminación política, económica y social, en sí un hecho muy revelador de la subordinación generalizada de la mujer: el nivel de violencia física contra las mujeres que hay en el mundo lo dice todo. Algunos describen la violencia que se ejerce contra las mujeres solo por el hecho de serlo como “feminofobia”. ¿Por qué no nos suena nada este término, o alguno similar?
Reconozcámoslo: los varones son el mayor arma de destrucción masiva que ha visto la historia de la humanidad, y hay unos 3.500 millones de ellos por ahí sueltos. Podemos prohibir las armas largas, las armas cortas, las minas antipersona, las bombas de fósforo o de fragmentación, las armas bacteriológicas, químicas y nucleares, pero al final estaremos siempre en el mismo sitio: detrás de cada arma habrá un varón. De ahí que Naciones Unidas haya adoptado varias iniciativas de alcance mundial, recurriendo para ello al propio Consejo de Seguridad, que en su Resolución 1.325 de 31 de octubre de 2000 hizo visible por primera vez la necesidad de una protección explícita y diferenciada para las mujeres y las niñas en escenarios de conflicto, así como la contribución fundamental que las mujeres hacen y deben hacer en lo relativo a la resolución de conflictos y la construcción de la paz.
Existen muchas posibles, y complejas, explicaciones sobre estos hechos. Tampoco son fáciles las respuestas que debamos dar, y mucho menos las medidas a adoptar. Pero los hechos están ahí, y son incontestables: los varones matan y se matan, mucho, y ejercen mucha violencia contra las mujeres. Sin embargo, el debate público sobre este hecho es inexistente. Antes que repuestas, este debate requiere preguntas, en realidad una sola pregunta: ¿son los varones armas de destrucción masiva?
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