Por Inspiración Femenina
A lo largo
de la historia, y probablemente desde los orígenes del patriarcado, la
violencia hacia la mujer ha sido utilizada como arma de guerra, con la
intención de castigarlas, humillarlas y deshumanizarlas, pero sobre todo, con
la intención de reprimir, destruir y humillar por todos los medios posibles el
grupo al que pertenecen.
Desde las
invasiones de los bárbaros en Europa –donde las tribus robaban a las mujeres de
los pueblos enemigos, las preñaban o las usaban como esclavas-, las guerras
helénicas, hasta los últimos conflictos armados, esta violencia ha sido durante
mucho tiempo asimilada a un signo de dominación más que a una herramienta de
destrucción.
La violación
de mujeres por parte de hombres del bando contrario muy a menudo debe
analizarse no como el efecto de un deseo masculino “incontrolable”, sino como
parte de una estrategia de conflicto, de combate, en la que las mujeres
representan biológica y simbólicamente la integridad de la etnia o de la nación
a combatir. Esta violencia nos lleva a pensar en las violencias exacerbadas
contra las mujeres en las guerras étnicas, en las grandes invasiones, o hasta
el último secuestro de más de doscientas niñas en Nigeria.
Una vez más,
en medio de una confrontación de varones, el cuerpo femenino es utilizado como
moneda de cambio y como campo de batalla, convirtiéndolas, una vez más…. -como
viene ocurriendo desde hace varios milenios- en botín de guerra para sembrar el
terror en las comunidades, imponer control militar, para obligar a la gente a
huir de sus hogares y apropiarse de su territorio, vengarse de los adversarios,
para, en definitiva, acumular “trofeos de guerra”.
Es, sin
duda, un medio de humillación muy patriarcal, muy de machos, ya que es una
manera para alardear ante los hombres de la parte contraria y para demostrarles
que no han sido capaces de proteger a sus mujeres. Es, en alguna medida, un
mensaje de castración y mutilación al enemigo.
Así lo
indica el Informe de 1998 de la Relatora Especial sobre la Violencia Contra la
Mujer, Radhika Coomaraswamy, que también afirma que la violencia sexual es
utilizada como forma de castigo en las mujeres que supuestamente tienen algún
tipo de relación afectiva con miembros del bando contrario o que se presume
colaboran con el “enemigo”. En este sentido, se usa como una forma de
advertencia a las demás mujeres de la comunidad. O sea, que esta violencia no
es solo utilizada hacia las mujeres del bando contrario, sino que puede incluso
ser aplicada con las del propio.
La
violación, el secuestro de las mujeres de una comunidad ha sido siempre una
manera de desmoralizar al otro, ultrajando su propiedad. En este sentido, la
violencia sexual implica el ejercicio del poder sobre las mujeres, pero en el
fondo significa el ejercicio del poder sobre los hombres: es una manera de
recordarles que las mujeres son parte del botín.
Y, fíjense, el
hecho de que culturalmente los hombres no sean considerados propiedad de las
mujeres hace que la violación no opere a la inversa, es decir, no se ejerce
violencia sexual contra los hombres para castigar a las mujeres. Por tanto, la
violencia sexual busca quebrantar emocionalmente a los hombres y poner en
entredicho el modelo hegemónico de masculinidad en la comunidad en la que
viven.
Y es que,
realmente, atacando a las mujeres atacan a toda la comunidad, porque las
mujeres se consideran conservadoras del tejido social. Cuando se desplazan con
sus familias a causa de la violación o por el temor de ser violadas, estos
tejidos se rompen y, por lo tanto, se deshacen los movimientos sociales que
ellas han construido durante años.
Pero
realmente, la utilización de la mujer como arma de guerra va mucho más allá de
las violaciones o los secuestros ocurridos en los conflictos armados. Las
mujeres también somos utilizadas como arma de guerra en nuestros sistemas
democráticos, aparentemente estables, seguros, coherentes… La vida en los
países capitalistas es cada vez más parecida a una guerra: la guerra por ser el
mejor, por tener más, por llegar a, por hundir a… Y en esas guerras hay una serie
de momentos donde las batallas se incrementan de forma explosiva: las campañas
electorales. Sí, podríamos decir que las campañas electorales son las guerras
declaradas y consentidas de las sociedades demócratas. Y como en toda batalla,
la mujer es un botín.
Lo hemos
visto en los últimos días aquí en España, ante la campaña para las elecciones
europeas. El machismo del partido de derechas se ha hecho latente en su
candidato, cuando en un desliz de una entrevista en televisión, se le escapó la
superioridad intelectual de los hombres ante las mujeres. Pero la izquierda no
iba a desaprovechar la carnaza, y el acontecimiento ha sido llevado a las
portadas de los periódicos. La resultante, es que hemos visto a los dos
partidos preponderantes del país, la izquierda y al derecha –aunque ya sabemos
que hablar en estos términos hoy en día es casi una entelequia- luchando
encarnizadamente, todos con la palabra mujer en la boca, con la igualdad como
lema entre los dientes, y con el feminismo como pistola que escupía balas
envenenadas de un lado a otro. Y las victimas de tal batalla… ¿quién creen
ustedes que serán?
Lo mismo
ocurría hace poco en las elecciones afganas: las mujeres utilizadas, no solo
como botín de guerra, sino como posible voto elector y carta de presentación
ante los países occidentales.
Hay muchas
clases diferentes de armas de guerra, desde las más burdas a las más
sofisticadas. Del mismo modo las mujeres son empleadas como armas: desde la violencia
sexual para humillar al enemigo, hasta la adulación como estrategia comercial.
Y en cuanto
a nosotras ¿qué hacer? Ser conscientes de que nos usan como gatillo,
y sacudirnos de una vez las rémoras de pólvora de nuestras faldas. Nuestros
cuerpos son labrantíos de vida, no cementerios ni campos de batalla. No hemos
sido diseñadas para la muerte, y mucho menos para la matanza.
Dejemos que
las batallas de hombres sean lidiadas por ellos, y no caigamos en el efímero
placer del protagonismo que nos halaga. No queremos medallas, ni estrellas, ni
condecoraciones de honor al valor concedido. No forman parte de nuestra
historia ni de nuestra esencia.
Dejemos que
los esqueletos se deshagan por si mismos. No hace falta empujarlos.
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