Por Inspiración Femenina
Esta semana falleció una de esas pocas figuras
que pueden servirnos de referencia. Doris Lessing, escritora icónica que ha
plasmado la vivencia de lo femenino, y espectadora de la evolución de la misma
durante 94 años.
Nacida en Irán, criada en Rhodesia y residente
en Londres, su amplia visión del mundo le permitió escaparse de ideologías,
dogmatismos, clichés y visiones estereotipadas. Ella nunca se conformó con un
solo punto de vista, y se atrevió a profundizar en las entrañas del ser humano
a punta de palabras.
Es la suya, bajo nuestro punto de vista, una
vida testimonial, pues hasta el último momento estuvo entregada a su ideal, y
gracias a ello permitió abrir la visión y la concepción de muchos seres
humanos, sobre todo, de muchas mujeres. Su libro “El Cuaderno Dorado” publicado
en 1962 fue un icono de la literatura de mujeres. La novela es un crisol donde
se funden las principales preocupaciones de Lessing: una exploración muy íntima
de la mujer en la sociedad y su vida interior es lo que orienta la trama.
Asimismo, contiene críticas feroces contra la guerra y el estalinismo. En
palabras del editor de la escritora, Nicholas Pearson (de Harper Collins), El
cuaderno dorado se convirtió en el “manual”
para toda una generación de lectores y, especialmente, de lectoras. Constituyó
un texto clave en las luchas de liberación femenina de los años 60 y se pasó de
mano en mano como un tesoro.
Y decimos que es ella una mujer de quien todas
debemos aprender, porque tuvo la habilidad, la inteligencia y la valentía de no
quedarse atrapada en ninguna ortodoxia. Incluso cuando la han catalogado de
ortodoxa feminista, ella se ha resistido a ello. No es fácil, en este mundo,
ser una mujer de ideas, y que tus ideas no queden atrapadas en la pertenencia a
un estamento.
Su marcha nos hace reflexionar sobre la huella
que dejamos en la vida como mujeres. Creemos que es algo que hemos de repasar.
Y no precisamente nos estamos refiriendo a una huella de fama, de glamour o de
pertenencia, sino, muy por el contrario, a una huella de testimonio. ¿Cuál es
la huella que dejan nuestras acciones, nuestros convencimientos, nuestras
apuestas, nuestros atrevimientos?
No importa la edad que tengamos, pero es un
buen momento para planteárnoslo. ¿Somos consecuentes, en nuestras vidas, con lo
que pensamos? ¿Nos atrevemos a profundizar en nuestros proyectos hasta las
últimas consecuencias? ¿Qué legado emocional estamos dejando a los otros, a las
otras, a esas niñas y a esas adolescentes que vienen detrás de nosotras, a esas
mujeres que aun no conocemos pero que serán anfitrionas de posteriores
generaciones?
Quizá no son grandes obras literarias las que
hagan nuestro legado, sino pequeñas acciones cotidianas. Pero ellas, cuando son
decididas y convencidas, tienen tanto peso como la más gruesa de las novelas.
Creemos, que cada acto veraz que hacemos, cada apuesta por cultivarnos en lo
que somos, es como una de las miguitas de pan que Hansel y Grethel dejaban en
el bosque. Cada una de esas pequeñas acciones es una señal, una pista para que
otras mujeres encuentren su rumbo más fácilmente. Y muchas veces vendrá el
viento y se las llevará volando, o los pájaros –del sistema- se encargarán de
hacerlas desaparecer. No importa. Nosotras seguiremos dejando huella. Y no será
la nuestra una huella como las de Atila, sobre la que no volvía a crecer la
hierba, sino que será un manto de posibilidades fecundas, para que dentro de
unas cuantas generaciones, ser mujer ya no sea un dilema, ni una carrera de
obstáculos, sino uno de los más formidables
regalos de la existencia.
Sin duda, esta semana se ha escrito muchísimo
sobre la vida de Doris Lessing, cosmopolita, intelectual, madre y soñadora, que
ganó el premio nobel de literatura en 2007 y lo vivió casi más como un infierno
que como un honor. Múltiples son las referencias a noticias que les podríamos
ofrecer, pero de entre todas ellas, hemos elegido este artículo de El País,
pues lo escribe alguien que mantuvo una relación cercana a ella.
Doris Lessing, la épica de lo
femenino
La autora británica, Nobel de Literatura en 2007,
fallece en Londres a los 94 años
Raúl Cancio (EL PAÍS)
Conocí a Doris Lessing hace unos 15 años, durante los cuales labramos una de esas amistades que
me atrevo a calificar de profunda, en la cual las cartas fueron mucho más
frecuentes que las conversaciones. La nuestra era, en un sentido literal, una
amistad basada en la palabra escrita. Por carta, hemos discutido de política,
de libros, de las mentiras de la historia y de la verdad de la literatura, de
teatro y de cine, y de los lazos familiares de cada uno, de esa voluntad humana
de crear obligaciones afectivas que Francis Bacon llamó “dar rehenes a la Fortuna”. Hemos criticado a editores,
publicaciones, Gobiernos y hemos lamentado la suerte de los países que sentimos
inexorablemente nuestros: en su caso, Rodesia. “Nunca nos vamos del todo del país
que primero quisimos”, me escribe en una carta, respondiendo a mi cólera
durante la crisis argentina de 2001. “Una parte de mí estará siempre en África”.
Lessing, que falleció ayer en
Londres a los 94 años, nació en Persia en 1919; a los cinco, se instaló con sus
padres en Rodesia del Sur. Allí vivió un cuarto de siglo, hasta que,
abandonando a su segundo marido, decidió emigrar a Inglaterra con su hijo
menor. Su oposición al Gobierno minoritario blanco de Rodesia le valió el sello
de “inmigración prohibida”: es decir, no se le autorizaba a volver a entrar en
el país, y fue tan solo en 1982 que se le permitió volver a lo que ahora se
llama Zimbabue. Cuatro veces visitó la tierra de su infancia y juventud,
visitas que dieron lugar al libro de reportaje African Laughter.
Desde su juventud, Lessing se
interesó por los problemas de la educación en Rodesia. ¿Cómo hacer para que los
niños de esa región tan pobre tuviesen acceso al conocimiento del mundo? ¿Cómo
hacer para que los fondos destinados a la educación resultaran en escuelas, y
las escuelas en bibliotecas, y las bibliotecas en libros que todos pudiesen
leer? ¿Cómo formar a maestros que enseñasen a los niños a oponerse a la
corrupción iniciada por el tiránico Mugabe, dictador a vida del Zimbabue, a no adoptar las
establecidas costumbres de robar y mentir y abusar del poder, no solo a nivel
del Gobierno, sino a todos los niveles de la sociedad? ¿Cómo cambiar los
modelos de poder injusto en las familias, en las aldeas, en las empresas, en
todos los círculos sociales? Para Lessing, la solución (o un intento de
solución) empieza siempre con el individuo. El individuo, como lo piensa
Lessing (y como lo pensaba Aristóteles), desea esencialmente el bien: conocer
el mundo, vivir en él con justicia, ampliar su mente y sus poderes
intelectuales, compartir deberes y privilegios, ser lo más humano posible. Y
ese deseo, según Lessing, aun en las sociedades más desunidas, más frágiles,
junto a la necesidad de sobrevivir físicamente, de comer y beber dignamente, y
de tener un techo y un refugio, se manifiesta concretamente en el deseo de
leer.
De allí la conmovedora historia que
da título a un corto texto de Lessing, aún inédito en castellano: Por qué un
niño negro de Zimbabue robó un manual de física superior. Un niño roba un
libro que no puede leer “para tener un libro que es mío”. Dos son los impulsos
que lo llevan a esta acción. Primero, poseer el objeto, que durante el tiempo
de espera es mágico, como un talismán con inmensos poderes; luego, aprender a
servirse de él. Para el niño de la exigua escuela de Rodesia, con sus maestros
pobremente instruidos y sus anaqueles casi vacíos, los libros que satisfarán su
deseo son las obras universales de nuestras literaturas, esas que pueden ser
universalmente leídas. En literatura no todo espejo nos refleja. Lessing quiere
que el niño de este relato pueda decir, al recorrer el libro elegido, escrito
quizás hace siglos por alguien de otra cultura: “Mi abuela me contaba una
versión de esa misma historia”. Que es una forma de decir: “Ese relato es
también mío”. Cuando le fue otorgado, por fin, el Premio Nobel, recordó esa
anécdota y dijo que le gustaba pensar que sus ficciones no eran sino versiones
particulares de otras, contadas en otras lenguas y quizás más antiguas.
En casi todos sus libros, ese
esperado reflejo es, para Lessing, la meta literaria. Un reconocimiento, la
intuición de una memoria, una sensación de poseer de pronto, convertida a
palabras, una experiencia ya sentida, íntima y secreta. Desde sus primeras
ficciones autobiográficas, siguiendo con la saga de su heroína, Marta Quest
(que, a través de El cuaderno dorado se convirtió en lectura esencial
para el movimiento feminista de los años sesenta en adelante), pasando por los
poderosos relatos que captan, en brutales instantáneas, la traumática vida de
la segunda mitad del siglo<TH>XX en África y en Europa, hasta las
extraordinarias invenciones de ciencia ficción que reveló en ella una capacidad
de invención casi ilimitada, y acabando con recientes y audaces novelas sobre
temas tan diversos como la violencia infantil, la sexualidad de la edad madura,
el mito originario de la desigualdad de los sexos, y, finalmente, varios
volúmenes de memorias y una biografía ficticia de sus propios padres, Lessing
propuso a sus lectores preguntas fundamentales sobre cómo actuar con
responsabilidad en el mundo. Ser lector es, para Lessing, una toma de poder, un
acto revolucionario que nos permite acceder a la memoria del mundo, a ser
ciudadanos en el sentido más profundo de la palabra. “Literatura e historia son
ramas de la memoria humana”, escribe. “Nuestro deber es recordar, incluso lo
que está por suceder”.
Al final de un conmovedor ensayo
sobre la condición humana, Prisons we choose to live inside, Lessing
imaginó a otro niño (en este caso, el casi mítico faraón Akenatón que hace casi
25 siglos quiso imponer una ética humanista en el imperio egipcio) que crece en
una sociedad dictatorial e injusta, haciéndose esta pregunta: “¿Qué puede hacer
una sola persona contra este terrible, pesado, poderoso y opresivo régimen, con
sus sacerdotes y sus temibles dioses? ¿De qué vale siquiera probar?”. “Siquiera
probar”, dice Lessing, no solo “vale la pena”, sino que es la condición
esencial de nuestro existir. Vivimos probando, intentando alcanzar ese bien que
ansiamos, mejorar este pobre y desahuciado mundo. Es decir: “Usando nuestras
libertades individuales (y no quiero decir simplemente formando parte de
manifestaciones, partidos políticos, y demás, que son solo parte del proceso
democrático), examinando ideas, vengan de donde vengan, para ver de qué manera
estas pueden contribuir útilmente a nuestras vidas y a las sociedades en las
que vivimos”. En este mundo insensato y violento en el que vivimos, las
palabras de Doris Lessing son un aliento y una guía.
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